“Si mis demonios me abandonan,
Temo que mis ángeles también se marchen”.
(Rilke)
Los demonios tienen muchas voces. Dicen lo mismo siempre, pero de muchas maneras. Dicen que te detengas, que no crezcas más, que te quedes allí para siempre.
Los demonios introyectos dicen: “debes de…”, dan órdenes, prohíben, reprimen, castigan.
Los demonios asuntos inconclusos encadenan al pasado, obligan a dar vueltas en una noria haciendo creer que se va hacia algún lado.
Los demonios experiencias obsoletas hacen tropezar una y otra vez con la misma piedra, hacen creer que se puede andar la vida usando unos zapatos gastados e inútiles.
Hablan mucho. Los demonios saben poco de silencios, porque en el silencio hay sensaciones, sentimientos, gritos, mensajes de la vida. Hablan con diferentes voces. Hablan en el cuerpo tenso, en las emociones contenidas, en el miedo a cambiar, en la confusión… y en la sexualidad.
Introyectos, asuntos inconclusos, experiencias obsoletas se reflejan en la sexualidad de las personas. Y no es de extrañarse si pensamos que la sexualidad es una dimensión humana en la que está presente todo lo que somos. Mi sexualidad dice como soy. Tal como soy en el ejercicio de mi sexualidad, soy en mi vida cotidiana. Si nos fijamos con cuidado, si nos acercamos a escuchar lo que ocurre en la persona que no puede disfrutar de una sexualidad plena y libre, en la persona que se prohíbe el placer, en la persona que siente la sexualidad como una carga… casi siempre podremos escuchar -a veces de forma muy clara, a veces de forma oculta- la voz inconfundible de los demonios.
El Caso de Roberto: Más Allá del Síntoma
Roberto se notaba nervioso. Grandes anteojos, una barba que prácticamente ocultaba toda su cara, 34 años. Trataba de aparentar tranquilidad sin lograrlo. Finalmente se decidió, aclaró su garganta y me dijo con voz poco clara: “Tengo problemas con mi vida sexual: eyaculo muy rápido, evito estar con mi pareja, no sé qué hacer”.
Hablamos. Efectivamente había una discontrol eyaculatorio severo. Lo padecía desde hacía mucho tiempo pero buscó ayuda hasta entonces porque por primera vez, luego de muchos años, tenía una relación de pareja estable y pensaba en casarse. Rehuía los encuentros sexuales, ponía pretextos, su pareja empezó a sentirse abandonada en este aspecto. Mientras más aumentaba la ansiedad de Roberto, más precoz era su eyaculación.
Se trata de un caso muy frecuente en mi trabajo como sexólogo clínico. Sin duda, las disfunciones sexuales también son casos frecuentes en muchos consultorios de psicoterapia, aún cuando no estén especializados en sexología. La gente habla de sus problemas sexuales al médico, al sacerdote, al terapeuta… si es que los habla. Muchas veces permanecen en el silencio, ocultos, como si fuera vergonzoso hablar de ellos.
En ocasiones, la persona no los expresa al principio de un proceso terapéutico, sino después de varias sesiones. Incluso puede ocurrir que la persona llegue a trabajar alguna otra cuestión y que en el transcurso del trabajo terapéutico la disfunción haga figura y sea importante trabajarla.
La Terapia Sexual tradicional, la que se trabaja desde los 70’s, tiene sus propias propuestas, la mayoría son intervenciones conductistas que buscan que la persona re-aprenda el ejercicio de su sexualidad. A través de ejercicios, caricias dirigidas, autoerotismo, contracción de músculos, relajación, sensibilización, se busca que la persona logre un ejercicio sexual satisfactorio.
Y hay que decir que esta Terapia Sexual tiene éxito. Las personas mejoran y superan la disfunción… por un tiempo.
Porque en muchísimos casos la disfunción vuelve, y si no esa disfunción específica, otra distinta pero con efectos similares. Ahora lo sabemos como un hecho: la Terapia Sexual tradicional no basta. Sin duda aporta elementos muy útiles y efectivos, pero no es suficiente: atrás de las disfunciones sexuales hay algo más, algo que no se revierte por la mera aplicación de ejercicios.
La Sexología moderna busca nuevas alternativas. El trabajo desde el enfoque humanista ha venido a enriquecer nuestro trabajo. Nos ha permitido profundizar, buscar las razones que sustentan cada disfunción. En otras palabras, a ir más allá del síntoma.
Quizá esta es la deficiencia más grave de la terapia sexual tradicional: quedarse en los síntomas. Así, si el problema es, por ejemplo, la falta de orgasmo, el trabajo debe dirigirse a conseguir el orgasmo, y al lograrlo, el problema ha “desaparecido”. Poco importan la causa o causas más profundas de la disfunción.
Trataré de ejemplificarlo con el caso de Roberto.
A partir de la terapia sexual tradicional, la disfunción de Roberto tendría una solución más o menos simple. La intervención iría dirigida a unos objetivos concretos (Kaplan, 1975):
- Que Roberto ubicara los músculos que intervienen en el control eyaculatorio (los músculos pubococcigeos).
- Que fortaleciera estos músculos.
- Que reconociera claramente el momento de inminencia eyaculatoria.
- Que aprendiera a detener o disminuir el estímulo antes de llegar a la inminencia eyaculatoria.
Teóricamente, esto bastaría para superar el discontrol. Cada uno de estos objetivos se alcanzaría a través de algunos ejercicios ya determinados (Kaplan, 1975):
- Retener la orina en el momento de la micción, permite identificar los músculos pubococcigeos.
- Los ejercicios de Kegel, ayudarán a fortalecer estos músculos. Consisten básicamente, en contracciones intermitentes de los músculos pubococcigeos, que aumentan gradualmente en número y en duración.
- Para reconocer la inminencia eyaculatoria y ser capaz de disminuir el estímulo antes de que ocurra, se utilizan diferentes ejercicios (Semans, Stop-and-Go, Pomeroy), dependiendo de si la persona puede hacerlos en pareja o si debe realizarlos a solas. En general, estos ejercicios consisten en experimentar estímulo sexual en el pene hasta unos momentos antes de la eyaculación, y en ese instante detener el estímulo. Al hacer estos ejercicios muchas veces, y al ir aumentando la intensidad del estímulo poco a poco, la persona va aprendiendo a controlar su eyaculación.
Basándonos en el ciclo del contacto (Kepner, 1987, p. 90), podríamos ubicar la disfunción en la etapa anterior a la sensación. Estaríamos hablando de una desensibilización: la persona no percibe la sensación de inminencia eyaculatoria y por lo tanto, no puede controlarse.
Así, desde este enfoque, bastaría que la persona realizara sus ejercicios adecuadamente y de manera constante para que en algunos meses la disfunción fuera superada.
Sin embargo, esto no es tan simple. La disfunción se superará de verdad solo cuando se encuentre su causa original y se trabaje con ella, solo cuando el terapeuta sea capaz de verla como una manifestación de la persona completa (qué es mucho más que un pene o cualquier otra parte del cuerpo, incluso mucho más que la persona aislada) y descubra que muy posiblemente esto que ocurre en la vida sexual de la persona no es sino un reflejo de lo que ocurre en muchos otros espacios de su vida, incluyendo la relación con los demás y con el terapeuta.
Volvamos al caso de Roberto.
Cuando llegó a la consulta, hubo varios aspectos que me llamaron la atención en los primeros momentos: primero, su modo de caminar y de estar en el consultorio. Era sumamente rígido, parecía que sus articulaciones estuvieran entumecidas, casi como si se tratara de un robot o un soldado.
Su rostro también tenía algo llamativo: usaba una barba sumamente espesa y descuidada y unos gruesos anteojos de gran aumento. La combinación de esa barba y esos anteojos casi escondían su rostro totalmente, como si solo la nariz y parte de la frente quedaran al descubierto, me pareció casi una máscara.
Llamó mi atención también su forma de hablar: muy rápidamente, con prisa, atropellando las palabras, enredándose en ellas. Recuerdo que pensé: “Habla como eyacula”. Sin pausa, sin control. Y surgió una pregunta: ¿Es precoz también conmigo? ¿Permanece en el contacto o lo corta rápidamente, apenas empezado?
Conforme avanzó esa sesión y las siguientes, otros datos fueron apareciendo.
Uno sumamente importante era su constante racionalización. Buscaba una explicación intelectual para todo y en cuanto yo pretendía acercarme a su mundo emocional, creaba una cortina de palabras y teorías. Roberto estaba en su cabeza y parecía decidido a no salir de allí.
Otro dato definitivo en el trabajo fue el hecho de que su eyaculación fuera sumamente precoz solo en determinadas circunstancias. Roberto eyaculaba con gran rapidez durante la experiencia coital, pero eso no ocurría en otras experiencias. Si su pareja lo estimulaba con la boca o con la mano, su eyaculación era perfectamente controlable.
Este hecho, que parece simple, en realidad daba una dimensión diferente a la disfunción. Desde el enfoque de la Terapia Sexual tradicional, la razón básica de que alguien eyacule precozmente es que no ha aprendido a reconocer el momento de inminencia eyaculatoria (bloqueo en la Sensación), de forma que no sabe cuándo disminuir el estímulo para alargar así la experiencia.
Pero esto no ocurría en el caso de Roberto. Aparentemente, él podía detectar la inminencia eyaculatoria y controlar su eyaculación ante diferentes estímulos sexuales. Pero dejaba de hacerlo durante el coito. Es decir, su disfunción iba más allá que el desconocimiento de ese momento. Más bien, me empezó a parecer, tenía que ver con la experiencia misma del coito, con lo que el coito significaba para él. Y decir coito es decir contacto. Me parece que no hay disfunción sexual que no sea también una dificultad para contactar con el otro.
A Salvo en su Armadura
La primera intervención importante se dio desde el momento en que pedí que se percatara de su rápida forma de hablar y de la constante evitación de sus emociones. Una y otra vez fui llamando su atención a las formas bruscas o sutiles de escapar a los sentimientos y del contacto conmigo. Al darse cuenta no le resultó difícil encontrar el Para Qué: “Para protegerme”, fue su respuesta. Poco a poco fue hablando de su infancia, de su ser diferente a otros niños, de los años difíciles en un colegio militarizado, de la muerte temprana de su padre y su obligación de ser “el hombre de la casa”.
Finalmente, habló de que en él había “dos personas”: un Roberto duro, frío, capaz de enfrentar situaciones difíciles sin mostrar nerviosismo, el Roberto que estuvo en el funeral de su madre sin derramar una lágrima. Y el “otro” Roberto: el que siente profundamente, el romántico, el que escribe cosas a escondidas, el que se conmueve con una canción.
Era momento de que ambas partes se escucharan.
El resultado de este trabajo fue, para mí, asombroso. Debo confesar que en mi novatez de entonces no esperaba aquello. Roberto fue colocándose alternativamente en cada una de las partes. Yo repasaba mentalmente los pasos para trabajar adecuadamente. Me parecía que la identificación no estaba lográndose cuando de pronto ocurrió: Roberto, en su parte “sensible”, como él la llamó, estalló en llanto. Se cubrió la cara con ambas manos y se dejó experimentar un llanto largo y hondo. Recuerdo lo mucho que me impresionaron las lágrimas y los sollozos de este ser humano tan duro en apariencia.
Y entonces habló del miedo a ser lastimado, de las muchas humillaciones soportadas en el colegio militarizado, de la necesidad de esconder esto para hacerse cargo de su familia. “Te necesito –le dijo a su parte dura-, necesito que me protejas”. Y su parte “dura”, su “armadura”, como él mismo le llamó, aseguró que no lo dejaría solo y vulnerable, que estaba allí para protegerlo. Supo también que esa parte sensible podía mostrarse ante mí y era bien recibida.
Para Roberto, esta fue una experiencia importante: se daba cuenta de la existencia de ambas partes, de su utilidad, de la forma cómo se fueron construyendo. También fue importante para el proceso de la terapia, ya que a partir de ese experimento y de lo que trabajamos al respecto, se permitió acercarse más a sus emociones.
¿En la Sensación o en el Contacto?
En lo referente a lo sexual, volvimos a aquella pregunta importante: ¿por qué razón era solamente durante el coito (o unos segundos antes) cuando se presentaba el discontrol?, ¿qué significado tenía el coito para Roberto?
Un nuevo experimento nos dio cierta luz: pedí a Roberto que reviviera una experiencia sexual en donde se diera el discontrol. Me fue narrando sus sensaciones y sentimientos paso a paso. Le pedí entonces que se identificara con su pene, que fuera su pene y tradujera lo que su pene expresaba en esos momentos. La respuesta fue clara: “No quiero entrar, no quiero estar allí”. Había una razón poderosa para esto: la mujer con quien estaba le parecía muy desagradable, no le atraía en absoluto, incluso noté cierta repulsión.
Hablamos al respecto y aparecieron nuevos datos importantes: en general, se relacionaba sexualmente con mujeres que consideraba poco atractivas, feas incluso. Platicó acerca de su historia sexual y con mucha dificultad pudo recordar a alguien que le gustara. Al adentrarnos en el tema, fueron apareciendo otras cosas: no soportaba quedarse ni un minuto en la cama luego de una experiencia erótica. Probé: Si me quedo, entonces… “no me podré ir”, “me pueden atrapar”, respondió. Entonces, tratamos de averiguar si la rapidez en su eyaculación tenía ese mismo objetivo. Parecía que si: eyacular precozmente servía para no ser atrapado, para no permanecer allí.
Si volvemos al Ciclo del Contacto, puede verse que el bloqueo estaba no en la Sensación –de donde partiría la terapia Sexual tradicional- sino en el Contacto. El discontrol eyaculatorio era, en este caso específico, una forma de evitar el contacto, entre otras cosas, por miedo a no poder retirarse después.
Estamos hablando entonces de una sobrelimitación del contacto (Kepner, 1987, p.176), construida como respuesta ante unos límites que alguna vez fueron tan permeables que lastimaron a la persona. Kepner se refiere a cuatro funciones del límite: conservar la diferencia, rechazar el peligro, enfrentarse a obstáculos, y elegir y apropiarse de la novedad asimilable. (Kepner, 1987, pag.166) Muy posiblemente, los límites de Roberto en la relación con mamá (como se verá más adelante) fueron sobrepasados; como consecuencia, y buscando justamente diferenciarse, evitar el peligro de perderse a sí mismo, tener la posibilidad de aceptar o rechazar lo nuevo, endureció sus límites hasta impedirse el contacto.
Al explorar juntos esta posibilidad, aparecieron otras situaciones en las que ocurría algo similar: Roberto mencionó no poder soportar que alguien lo abrazara. En algún momento, tampoco podía abrazar. Con su pareja reciente, había un cambio importante: luego de la experiencia erótica podía quedarse en la cama sin ansiedad (o con menos) e incluso abrazarla, lo que no soportaba aún era ser abrazado por ella.
Ser abrazado, penetrar vaginalmente e incluso usar pulseras, collares o anillos era percibido como muy amenazante. Mostrar sus emociones o su vulnerabilidad a otras personas también lo era. Descubrir relación entre todo esto, saber que sus reacciones tenían cierta dirección motivó a Roberto a seguir explorando.
Tras la Pista de los Demonios
Intenté, en principio, hacer un experimento en donde Roberto viviera la situación de sentirse atrapado. Esperaba –ingenuamente, en lugar de trabajar con lo que hubiera aquí y ahora- que quisiera escapar y que al hacerlo descubriéramos donde, cuando y con quien se había sentido así.
No resultó así. El experimento consistió en acercarme a él despacio, desde atrás. Que fuera percibiendo sus sensaciones y emociones ante mi cercanía, experimentando distintas distancias y si era posible, el contacto. Por supuesto que lo vivió con mucha ansiedad, pero al menos en esa ocasión no relacionó aquello con alguna otra experiencia. Tampoco hizo nada por evitar la cercanía a pesar de la ansiedad.
Fue algún tiempo después que mencionó algo que me hizo figura. Si bien no fue muy directo, si expresó algo respecto a una beca a la que renunció para no dejar sola a su mamá. Le propuse trabajar justo eso: su relación con mamá… y algo ocurrió. Sentí que quería evitar el tema (evadiéndolo, minimizándolo), se lo reflejé y respondió que efectivamente le inquietaba mucho. Exploramos juntos esa inquietud y pronto apareció algo: evitaba el tema porque la amaba, porque fue el hijo más cercano a ella, porque se sentiría raro, ingrato, mal, criticándola.
Poco a poco fue delineándose uno de los demonios. Roberto no debía criticar ni molestarse con su madre porque la amaba y le debía mucho. Molestarse, quejarse, reclamar no eran compatibles con sentir amor y estar agradecido. Era un Introyecto.
Trabajamos los introyectos, en primer lugar, particularizando: ¿No es posible molestarse con alguien y al mismo tiempo amar a esa persona?, ¿en ningún caso? Roberto se percató de que podría haber objeciones a esa “regla”: en realidad era posible amar a una persona y molestarse con ella (de hecho, eso le pasaba con su pareja), sin embargo era más difícil pensar así con respecto a su madre. Poco a poco fuimos tratando de descubrir desde cuándo y de quién aprendió esa idea. Si bien, no recordó un momento específico, si pudo ubicar que era su madre quien le recordaba constantemente que debería ser agradecido, y que ante cualquier muestra de enojo, en su niñez, volvía al tema.
Se dio cuenta de que al transgredir el introyecto se sentía ingrato, no sabiendo corresponder a lo recibido, un mal hijo. Intenté que contactara con sus necesidades de ese momento, sobre todo aquellas que fueran opuestas al introyecto, también que distinguiera entre lo que quería y lo que debía. Tuve pocos resultados, la sola idea de enojarse con mamá era muy amenazante para Roberto. Traté entonces de que se diera cuenta de este hecho, de que se percatara de su fuerte resistencia y de para qué resistía. Decidí explorar más, y promover que me hablara de su relación con mamá empezando por las partes más satisfactorias para él, las más sencillas y las que menos le amenazaran.
Algo curioso ocurrió: al pedirle que me hablara de su relación sin criticar o juzgar, Roberto fue capaz de decir mucho de lo que le molestaba. Se trataba de una relación en la que era muy clara la confluencia que vivieron durante muchos años. Roberto asumió que debía cuidar a la familia por ser el mayor, al morir su padre se convirtió en “el hombre de la casa” (otro introyecto). Si bien, siempre fue el “consentido” de su madre, a partir de aquel momento se hicieron casi inseparables. Roberto debía moverse de un extremo de la ciudad al otro para comer con su madre. El traslado de ida y vuelta le dejaba unos pocos minutos para descansar, pero su mamá le reclamaba si la dejaba comer sola. En muchas ocasiones volvía tarde al trabajo y lo descuidaba por hacer este viaje todos los días.
Al preguntarle qué costo tenía esa forma de relacionarse no dudó en contestar: dejó de aceptar trabajos que le eran importantes, renunció a una beca que realmente deseaba y después, a la posibilidad de vivir fuera de la ciudad. Al profundizar más, pudo darse cuenta que terminó algunas relaciones de pareja por la crítica constante de su madre hacia ellas. Y hoy, aquí y ahora eso dolía, seguía doliendo.
Sin embargo, le era difícil saber lo que quería hacer con ese dolor. De hecho, este “dolor” era una emoción vaga, borrosa. El mismo no tenía claro si se trataba de enojo, de tristeza, de miedo… Trabajamos entonces por ubicar ese dolor, por conocerlo mejor y saber cómo era. Lo hicimos utilizando técnicas de Focusing (Gendlin, 1978). Aquel dolor (la “sensación sentida” de ese dolor) se parecía a un gran peso que provocaba, incluso, que sus hombros y cuello estuvieran adoloridos.
Al exagerar ese peso sobre los hombros, Roberto decidió que necesitaba “dejar de cargarlo”. ¿Qué es lo que cargas?, pregunté. “Responsabilidades, obligaciones”, contestó él. ¿Cómo decides cargarlas, cómo es que las sigues cargando si pesan tanto? Y entonces descubrió que no podía hacerlas a un lado porque fallaría a su mamá, y aún más: que lo que cargaba era el peso de mamá.
Se trataba de un gran peso, y lo llevaba a cuestas desde hacía muchos años. Y nunca lo dijo. Al preguntarle, aceptó que hubiera querido decirlo, y que no lo hizo por amor a ella, para no lastimarla. De nuevo el introyecto, pero esta vez, también aparecía el segundo demonio: Asuntos Inconclusos.
Y muy cerca, fueron apareciendo los primeros rastros del tercer demonio…
Durante muchos años, Roberto dejó muchas cosas por su madre, y al paso del tiempo, la exigencia de ella se hizo mayor. Construyeron una relación de confluencia en la que él se sentía sumamente culpable si no cumplía con las expectativas de ella, que también incluían el cuidar de sus hermanos (ya adultos los dos). A partir de esta relación y esta experiencia aprendió algo: acercarse a alguien íntimamente, querer a alguien hasta ser vulnerable, significaba la posibilidad de ser atrapado y renunciar a sí mismo. Y lo aprendió tan bien, que hasta aquel momento no se permitía un acercamiento profundo con alguien, ni nada que le remitiera a la posibilidad de ser atrapado, llámese abrazo, vínculo, coito…
Quizá fue útil aprender la lección: no acercarse, no permanecer para no dejarse atrapar. Luego, ese mismo aprendizaje se volvió una carga, y pesaba mucho. Experiencias Obsoletas, el tercer demonio.
Así, construyó mecanismos que lo pusieron a salvo de esta “amenaza”: no tener pareja, relacionarse con mujeres que le eran desagradables, su “armadura” física… y el discontrol eyaculatorio.
Hablar con mamá y Volver al Presente
El trabajo con el asunto inconcluso, lo hicimos utilizando la silla vacía. Con dificultad y con dolor, Roberto puso a su madre en la silla. Como noté que le era muy difícil decir ciertas cosas, le sugerí que empezara por decirle lo que le agradecía, lo que aprendió de ella. Esto abrió el camino. Cuando me pareció que Roberto expresaba con más facilidad lo que sentía, le sugerí que le dijera también lo que no había dicho.
Algo que ayudó en el proceso fue pedirle que iniciara sus frases diciendo: “Te quiero mucho, y necesito decirte que…” Así, poco a poco pudo hablar a su madre del dolor y el enojo por lo que perdió, de su cansancio de cargarla durante esos años y de su necesidad de no cargarla más, y pudo decirlo sin dejar de expresar su cariño. “Te quiero mucho y ahora dejo de cargarte”.
Con el tiempo fueron apareciendo nuevas situaciones que quedaron sin decir, y fue necesario hacer trabajos similares, a veces usando la silla vacía, a veces escribiendo una carta para expresar lo que quedó pendiente.
Para trabajar con la Experiencia Obsoleta hicimos diferentes cosas. En primer lugar, valorar la forma creativa como su organismo diseñó una estrategia útil en aquel momento. Ver la disfunción y los otros síntomas, no como un enemigo, sino como una respuesta de todo su ser ante cierta situación.
Esto lo asombró mucho: darse cuenta que el discontrol eyaculatorio tenía relación con otras experiencias de su vida (su relación con las mujeres, la ansiedad al ser abrazado, etc.) y más aún, que se trataba de una respuesta creativa ante una amenaza.
Lo siguiente fue cuestionar la existencia de esa amenaza relacionada con otras personas, y en especial, con una persona en concreto (Inés, su pareja). Me habló de ella como una mujer independiente, profesionista, inteligente, que buscaba una relación madura, con libertad. A través de la silla vacía, trajo a Inés y habló con ella, le habló de su temor a ser atrapado y a renunciar a sí mismo, y fue descubriendo que Inés no era como mamá, que Inés no quería atraparlo, y que lejos de impedirle hacer cosas, lo impulsaba a hacerlas.
Hicimos algunos experimentos en donde yo lo abrazaba durante unos momentos hasta que él decidía que era suficiente, entonces, debía expresar su molestia o incomodidad y pedir de forma clara y asertiva lo que necesitaba.
Durante este tiempo, Roberto había estado trabajando con los ejercicios de Kegel (ubicar y fortalecer músculos pubococcígeos) y con la técnica de Pomeroy (para controlar la eyaculación trabajando individualmente). Aunque hubiera sido ideal trabajar con su pareja, no pudo hacerse hasta entonces porque ella vivía en otro estado y contaban con pocos momentos de intimidad.
A pesar de esto, más adelante me pareció que sería muy útil que realizara algunos experimentos que combinaran el trabajo de sensibilización con el de Experiencias Obsoletas. Para esto, creí que sería necesario trabajar con su pareja a pesar de la dificultad que había por la distancia y para contar con tiempo y espacio. Se comprometió a hacer el experimento al menos una vez a la semana. Consistió en usar la técnica de “Caricias y Reconocimiento Corporal” (sensate focus) desarrollada por Masters y Johnson en 1978, y agregar a esta técnica un experimento de darse cuenta del aquí y el ahora (que en este caso agregaba el “con quien”).
La técnica de “Caricias y Reconocimiento Corporal” es una experiencia sexual estructurada, es decir, un conjunto de ejercicios que se prescriben a la pareja para hacerlos en la intimidad. Consiste en explorarse y acariciarse por turnos todo el cuerpo (yendo de menos a más en el transcurso de las semanas), estando ambos desnudos, con ternura y afecto, en un ambiente plácido y tranquilo. Al final, cada uno comparte su experiencia con el otro. La intención es lograr una experiencia de cercanía e intimidad, más delante de erotismo, sin la obligación de cumplir con ciertos parámetros de desempeño, sin la presión de obtener logros. (Alvarez-Gayou, 1986, pag. 205)
A esta técnica agregamos algo: durante los ejercicios, Roberto se detendría un momento para darse cuenta de lo que hacía en ese momento y con quién estaba. Luego lo expresaría en voz alta. Es decir, en algunos momentos del ejercicio se detendría unos instantes y diría algo como: “En este momento estoy acariciando tu espalda Inés”, “Inés, en este momento, siento que acaricias mi cuello”.
Lo fundamental era realmente percatarse de la presencia de su pareja en ese momento. No solo era importante lo que estaba haciendo, sino también, con quién lo hacía. Pretendía que este constante darse cuenta lo hiciera consciente de la presencia de esta persona concreta que le inspiraba confianza y seguridad, esta persona que no quería atraparlo, esta persona que era independiente y respetaba su libertad.
No fue posible, como estaba planeado, que realizaran los ejercicios cada semana. Propuse que cuando no fuera posible hacerlos tal y como se sugirieron, al menos hicieran una experiencia de “abrazos”. Es decir, que ella lo abrazara firmemente, él fuera consciente del aquí, ahora y con quién, y pidiera ser soltado, de forma afectuosa, cuando lo necesitara.
A diferencia de lo que se pide en Terapia Sexual al hacer estos ejercicios (abstinencia durante todo el proceso), yo decidí no dar esta indicación y dejar abierta la posibilidad de que llegaran al coito cuando lo decidieran. Solo pedí que al igual que en “Caricias y Reconocimiento Corporal”, Roberto hiciera consciencia de con quién estaba en ese momento. Algunos resultados empezaron a aparecer: en esas experiencias, la eyaculación empezó a retardarse a veces de forma muy clara.
El siguiente paso, desde mi punto de vista, sería utilizar los ejercicios para control eyaculatorio en pareja (Semans) (Alvarez-Gayou, 1986, pag.212). Sin embargo, la dificultad de hacerlos con la frecuencia requerida no se dio. Decidieron esperar a su boda y a iniciar su vida juntos (en tres semanas) para poder realizarlos ya sin problemas y tanto como fuera necesario. Además, los preparativos de la boda hacían imposible que nos viéramos.
Unos días después, Roberto habló para avisarme que tenían la oportunidad de irse a otro estado del país a vivir. Cada vez, me dijo, tenía un mejor control de su eyaculación, pero querían continuar el trabajo una vez al mes. Le contesté que no era posible hacerlo así –lo conveniente es trabajar una vez por semana- y los puse en contacto con un compañero –sexólogo- residente en aquel estado.
Algún tiempo después supe que no asistieron con la persona con quien los canalicé pues consideraron que ya no era necesario por los avances que seguían teniendo.
El Caso de Jaime. La Relación que Sana.
En cualquier disfunción sexual, me parece, está presente el tema del contacto, de la evitación del contacto y de la relación. Cada paciente ha sido un ejemplo de esto, pero sin duda, hay un caso que me ayudó a comprender el poder de la relación en toda su profundidad, quizá porque en dicho caso puedo ver mi limitación.
Jaime llegó al consultorio con una demanda clara: desde hacía casi año y medio sufría se incompetencia eréctil. Su caso tenía una historia particular: desde joven tuvo diferentes parejas sin que la erección fuese un problema, solo hasta que conoció a Clara, su actual esposa, empezaron los problemas. Por supuesto, el pautamiento más evidente era el de un tema relacional con Clara, sin embargo, nuestro trabajo descubrió algo anterior.
Al contarme su historia me narra lo que ocurrió con su madre siendo él un niño. Un día, a sus ocho años, sin el menor aviso, sin que hubiera habido señales que lo pusieran alerta, su madre le dijo a él y a su hermano que se marchaba. Y lo hizo. Para siempre. Jaime no recuerda que sus padres tuvieran problemas. El desconcierto fue total. Su madre y él tenían una buena relación, cercana, cariñosa, que se rompió de pronto ese día. No la volvió a ver sino muchos años después, siendo ya un adulto, en la fila de un banco. Ante aquello, su padre cayó en una profunda depresión. De algún modo se olvidó de sus hijos para sumirse en su dolor. Jaime lo recuerda llegando del trabajo, bebiendo ante la pantalla de la televisión, incapaz de verlo a él y a su hermano.
Conforme Jaime creció tuvo parejas con las que tarde o temprano terminaba. “Un día me despierto y me doy cuenta de que ya no quiero estar con ella, y ese mismo día la cito y termino la relación”, me contó. Eso ocurría una y otra vez. Su vida sexual parecía funcionar sin problemas hasta que conoció a Clara. Ocurrió algo que no esperaba: se enamoró. Pensó terminar con ella, pero la quería tanto que decidió quedarse. Poco después le pidió matrimonio y cuando ella aceptó, la erección desapareció del todo. A pesar de ello se casaron. Se llevaban bien pero el sexo era siempre una sombra y se acrecentó con el deseo de tener hijos.
En mi trabajo con Jaime todo parecía claro: la herida relacionada con su madre, aquel abandono, lo hizo evitar cualquier compromiso. Mientras no lo hubiera, su práctica sexual parecía funcional, pero cuando apareció el amor hacia una mujer, vino con él el miedo a ser abandonado y la pérdida de la erección fue el síntoma a través del cual se manifestó ese miedo. Sin embargo, aunque sabíamos eso y lo trabajamos, la erección no volvía. Usé diferentes ejercicios sexológicos sin ningún resultado, hablamos una y otra vez de la experiencia con su madre y de la novedad que suponía Clara, pero nada de eso cambió la situación. Me sentí sin opciones.
Entonces se abrió una puerta en mi grupo de supervisión: si su tema recurrente era con las mujeres ¿qué pasaría si trabajara con una mujer? El grupo propuso que tuviera cuatro sesiones con una terapeuta mujer que se centrara en la relación. Mónica, una amiga y colega sería esa terapeuta. Jaime confiaba en mí, así que cuando le propuse esas cuatro sesiones con Mónica aceptó de inmediato. Confieso que no tenía la menor idea de hacia dónde nos llevaría esa decisión.
La primera sorpresa fue darme cuenta que el paciente que trabajó con Mónica no era el mismo paciente que trabajaba conmigo. En el grupo de supervisión, Mónica habló de un Jaime al que yo no conocía, un Jaime sensible, expresivo, que lloraba desde la segunda sesión (conmigo no lo hizo en el año y medio que nos vimos semana a semana). ¿Quién era ese Jaime que yo desconocía? ¿Por qué no lo conocí? ¿Y qué ocurría con Mónica que no ocurría conmigo? Sé que Mónica es una excelente terapeuta, pero ¿tan incapaz era yo? Ser terapeuta también es enfrentarse a las propias carencias y limitaciones, a la propia ignorancia.
La cosa no terminó allí. Al terminar las cuatro sesiones planeadas, Jaime quiso seguir trabajando con Mónica, pues sentía que lo que hacían estaba inconcluso. Pero Mónica no se sentía cómoda con eso: Jaime era mi paciente, no el suyo, el acuerdo era de cuatro sesiones. Lo hablamos y decidimos alargar el experimento cuatro sesiones más.
La relación terapéutica nunca es como se espera, es una creación única y en muchos sentidos impredecible. Se teje sesión a sesión, y entre sesiones. Se teje también en donde no vemos y donde no sabemos. Al terminar esas segundas cuatro sesiones, Jaime quería seguir trabajando con Mónica. Sentía con ella cosas que no sentía conmigo. En principio, Mónica se negó, y tenía sus razones: Jaime era mi paciente y no quería “robármelo”, entre otras cosas porque como mi amiga, sabía que en aquella época yo tenía pocos pacientes y en consecuencia, algunas dificultades con mi estabilidad económica. Por un lado, quería respetar el acuerdo, por otro, intentaba cuidarme. Volvimos a hablarlo. ¿Había que pensar en el paciente, en Jaime, o en mí y mi economía, mi preocupación y mi ego? Discutimos y llegamos a la conclusión de que había que mirar a Jaime antes que a nosotros. Si Jaime elegía quedarse con ella, eso sí, tendría que decírmelo, para cerrar lo nuestro. Así ocurrió. Con cierta incomodidad, Jaime me dijo que quería continuar con Mónica y cerrar conmigo, que le había servido mi trabajo (también él me cuidaba) para entender su herida y sobre todo al haberle recomendado que trabajara con una mujer. Nos despedimos.
Jaime siguió trabajando con Mónica, centrados en el contacto y la relación. Tiempo después, la erección volvió. Debo aclarar que Mónica no usaba estrategias de terapia sexual, sino que se centraba en la relación entre ambos y en el riesgo del abandono.
¿Serví de algo a Jaime? Con satisfacción puedo decir que sí, y quien nos lo reveló fue el mismo Jaime. Un tiempo después de la aparición de la erección, llegó a su sesión con Mónica profundamente conmovido por haber descubierto algo. En sus palabras, lo que lo había sanado. “Mi herida –dijo- ocurrió porque siendo niño una mujer me abandonó y la cosa no terminó allí; luego, un hombre se encerró en sí mismo y se olvidó de mí. Se prefirió a sí mismo. Ahora entiendo lo que hicieron ustedes, justo lo contrario: una mujer decidió no abandonarme cuando la necesitaba y un hombre decidió pensar primero en mí y en mi necesidad que en las suyas. Ustedes fueron esa mujer y ese hombre”.
Él estaba convencido de que Mónica y yo hicimos ese plan terapéutico. Nada de eso. Hicimos aquello sin darnos cuenta de que lo sanábamos. Mónica me narró aquello entre lágrimas y mis lágrimas fueron la única respuesta posible.
La relación, sí. Una relación nueva que con su novedad limpia la relación anterior. Una relación que no es planeada sino que surge espontáneamente desde el interés por el otro y desde la propia presencia.
Jaime, en nuestra forma cómplice de nombrarlo se convirtió en nuestro paciente. De ambos. Con todo y mis carencias. Con mis limitaciones.
Ah, y por cierto, al hijo de Jaime y Clara, que nació meses después, le llamamos nuestro sobrino.
La Necesidad de una Intervención Integral.
Me parece que el caso expuesto puede ejemplificar algunos aspectos importantes del trabajo terapéutico en sexualidad, en particular con las disfunciones sexuales. Si bien, el caso se refiere a una disfunción específica (discontol eyaculatorio, incompetencia erectil), creo que muchos de estos elementos son comunes al trabajo con las demás disfunciones.
- La sexualidad no es algo que tenemos o que hacemos, es, fundamentalmente, algo que somos. En ese sentido, a través de la sexualidad expresamos lo que pasa en nosotros tanto como lo expresamos en otras áreas de la vida (nuestro cuerpo o nuestros sueños, por ejemplo). En general, somos en la sexualidad como somos en el mundo. Nuestra sexualidad es, ante todo, contacto y relación.
- Si al hacer Psicoterapia, hago a un lado la dimensión sexual de la persona, no la estoy viendo de forma completa y pierdo una información valiosa que me permitiría intervenir de forma más adecuada; de la misma forma, pretender hacer terapia sexual sin incluir los demás aspectos del ser humano, es hacerlo de forma limitada e incompleta.
- Las disfunciones sexuales, en la mayoría de los casos, son formas como los “demonios” (Introyectos, Asuntos Inconclusos, Experiencias Obsoletas) se manifiestan. No solo esto, también en la disfunción sexual pueden manifestarse los distintos modos de evitación del contacto y los bloqueos en el ciclo de la experiencia.
La anorgasmia o la incompetencia eréctil pueden ser una consecuencia de introyectos, de aislamiento, de retroflexión; el vaginismo puede hablarnos de un asunto inconcluso o de experiencias obsoletas; el deseo sexual inhibido puede darse como respuesta a la confluencia; en la preorgasmia puede haber deflexión. Atrás de cada disfunción sexual de origen psicogénico hay un bloqueo en el ciclo del contacto. Y esto puede verse, también, en la relación con el o la terapeuta.
- El trabajo terapéutico con las disfunciones sexuales se enriquece si exploramos lo que hay más allá del síntoma, si las vemos como otra manifestación de lo que pasa en la persona total, en especial su modo de contactar, sin perder de vista los demás aspectos de su vida. Así, la intervención a partir de un enfoque Gestáltico permite trabajar con los sustentos de cada disfunción sexual.
- Desde este punto de vista, hacer una terapia sexual integral supone el manejo de conocimientos, herramientas y actitudes, sin las cuales, me parece, el trabajo sería parcial y posiblemente poco efectivo.
Finalmente, me parece que, en general, la formación psicoterapéutica ha sido insuficiente en lo que respecta a la sexualidad humana. Igual que a nivel social, la sexualidad es un tema siempre presente pero poco conocido, atrae y espanta.
Me parece que es necesario preocuparnos –y ocuparnos- más en conocer de este tema que seguramente está presente en muchas de las personas que acuden a nosotros. Conocerlo para intervenir, si cuento con las herramientas, o para canalizar, que es otra forma necesaria de ayuda.
Conocerlo, finalmente, porque al conocer más de sexualidad, conocemos más de nosotros mismos.
BIBLIOGRAFIA.
- Alvarez-Gayou, Juan Luis. (1986). Sexoterapia Integral. Editorial Manual Moderno. México.
- Gendlin, Eugene T. (1983). Focusing. Editorial Mensajero. España
- Kaplan, Helen S. (1975). La Nueva Terapia Sexual. Editorial Alianza.
- Kepner, James I. (1987). Proceso Corporal. Editorial Manual Moderno. México.
- Naranjo, Claudio. (1989). La Vieja y Novísima Gestalt. Editorial Cuatro Vientos. Chile.